México.- Los ratos de silencio que Ana Laura utiliza al término de cada frase traen consigo todo, menos la calma. A lo lejos, los cinco segundos que toma a David volver a deslizar la yema de su dedo índice sobre la pantalla del celular, narran toda una vida que fue y ya no será.
En los escasos cuatro metros de distancia que los separa a uno del otro, existe un abismo de deseo, nostalgia y sinsentido.
“¿Por qué?” Es la pregunta que susurra el aire del precipicio donde los recuerdos vienen y van, sin detenerse, sin encontrar fronteras, porque la memoria, aunque a veces cruel, es el espacio de libertad que mantiene en pie a los soñadores. La memoria es algo que no les podrán quitar.
Ana Laura López y David Duarte, deportados de Estados Unidos hace casi tres años y un año siete meses, respectivamente, hacen uso de su memoria para volver a vivir y recordar en un silencio, en una pausa, la vida y la familia que les arrebataron.
Ellos, son los primeros soñadores, las madres y padres de los famosos «dreamers» y de niños binacionales. Son quienes tiempo atrás se armaron de valentía para buscar una vida mejor para ellos y los suyos, lejos de esta tierra siempre fértil que, paradójicamente, pocas veces da frutos.
Sin imaginarlo ni desearlo, un día despertaron. Los soñadores están de vuelta. Fueron forzados a retornar a un lugar del que ya no se sienten parte. Han sido separados de las personas que aman.
«¡Bienvenidos soñadores!», es la frase que se cuela en los silencios y en las pausas. Son las dos palabras que Ana Laura y David quisieran jamás haber escuchado.
“Ser deportado es una humillación muy grande porque no hice nada malo, buscar una mejor vida para mí y mi hijo, yo siento que eso no es hacer un mal, porque todos tenemos derecho a ser felices donde uno quiera, donde se sienta uno a gusto.
“Yo no habré nacido allá, ni mi hijo, pero aunque yo quiero a mi país, ya no quiero hacer una vida aquí, quiero regresar”, describe David Duarte, padre de Brayan, un «dreamer» de 22 años de edad, quien actualmente tiene problemas para renovar el amparo que le da la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés).
Según la Real Academia de la Lengua Española, deportar se define como “desterrar a alguien a un lugar, por lo regular extranjero, y confinarlo allí por razones políticas o como castigo”.
Castigo es la palabra con la que asocian la deportación los soñadores cuando recuerdan los cinco, 10, 20 años, o el tiempo indefinido en que no podrán regresar a Estados Unidos.
“Mi deportación desde una perspectiva espiritual la comparo con una muerte, porque así es la muerte, un día te vas y ya no puedes regresar a lo que tenías, a tu vida, a lo que amabas. Tal vez lo puedes ver como en otra dimensión, sabes que ahí está, pero ya no puedes regresar”, narra Ana Laura López, activista y madre de seis hijos, el menor de ellos, Daniel, de 16 años de edad, ciudadano estadunidense.
“¿Por qué no dar otra oportunidad? ¿Por qué meterme preso si no soy un criminal?”, son las preguntas que aún rondan en la hábil mente de David, a pesar del año y siete meses que transcurrieron desde su retorno.
Mientras su mirada recorre la solitaria sala del departamento de su madre, localizado en la popular colonia Guerrero, en el oeste de la Ciudad de México, David, de 47 años de edad, rememora aquellos días del 2003 cuando junto a su hijo mayor, Brayan, en aquel entonces de seis años de edad, decidió partir a Estados Unidos.
“Yo estudié hasta la secundaria y en ese tiempo en cualquier lado encontrabas trabajo. Entré a Ferrocarriles Nacionales de México, a un departamento que se llamaba ‘Coches dormitorio’, duré 12 años ahí, pero con tantas privatizaciones, pues me quedé sin empleo.
“Antes de irme, me metí a trabajar en una fábrica de pinturas, en ese tiempo me pagaban 500 pesos a la semana. Fue cuando decidí irme. Me separé de mi esposa, y mi hijo más grande, Brayan, se quedó conmigo y nos fuimos a Estados Unidos a buscar una mejor vida”, narra.
Sobre una de las paredes del colectivo Deportados Unidos en la Lucha, ubicado en la colonia Guerrero, en la capital del país, se puede apreciar una pintura que recrea el amor maternal.
En ella, la artista plasmó a una mujer de frondosa cabellera negra, con delicados rasgos faciales y piel morena. Entre sus brazos, la dama sostiene a un niño con cabello rizado que se acurruca en su cuello.
“Mi vida siempre ha estado marcada por el cambio y por tener que dejar las cosas que quiero y que amo”, señaló Ana Laura, de 43 años de edad, sin dejar de mirar el lienzo.
Madre de un adolescente binacional, Daniel, y de cinco jóvenes más nacidos en México, Ana Laura expone los momentos que sustentan su afirmación: el instante del 2001, cuando tuvo que dejar a sus cuatro hijos mayores en Jalisco con su madre para irse a Estados Unidos, y por supuesto, su deportación.
“Cuando mi exesposo se fue a Estados Unidos, llegó un momento en que dejó de enviarme dinero y ya teníamos cuatro hijos, entonces me tuve que meter a trabajar cortando garbanzo en el campo, también laboré en una empacadora de carnes, vendiendo dulces y en una granja de puercos ahí en Jalisco.
“Los últimos dos años fueron complicados, viví una situación difícil. Entonces me vi muy presionada y surge esta oportunidad de irme a Estados Unidos y tomo la decisión de marcharme, tenía 24 años cuando me fui”, describe.
Aventurarse en busca de una nueva vida no es tan sencillo para los soñadores, ya que llegan a un país que desconocen y en el cual se establecen ilegalmente.
“La gente cree que cuando llegas allá todo será fácil, a mí no me tocó nada de discriminación, pero sufres porque llegas a un país que no conoces, no entiendes el idioma, vas con la bendición de a ver quién te ayuda, a encontrar una casa, porque tienes que buscar en donde vivir y en quien confiar”, asegura David.
No obstante, su determinación para alcanzar “una vida digna”, como ellos la definen, los llevará a superar los retos que se les presenten y abrirse camino en un país que, en palabras de Ana Laura, “te da la posibilidad de poder crear una familia, tener una casa, tener un hogar”.